¡SECOS CALVEROS DEL SUR! ¡TIERRAS DURAS, APARDELADAS, del naciente de Gran Canaria!
Apenas si nace la sombra por los valles breves, corridos de calandrias y alcaravanes y pájaros horneros. Barrancales salteados de cardones inmóviles donde el yerbajo es pobre y el ganado persigue su verdura por socaires y rastrojeras, bajo el palmeral severo.
Tierras fértiles de Tara, de Telde y de Cendro y de los oasis lejanos del Arguineguin. En los goros el agua reposa el frescor de su caricia y hay balos mimosos, y verodes acá y allá. Y aulagas agresivas. Al ras de la propia tierra, un tapiz de yerbas barrilleras y cardos corredores sostiene su policromía cristalizada. Así era Gran Canaria, por el Sur, hacia 1.480.
La isla se estremecía ante el horror seguro de la guerra y su desastre. Diez mil magados contaban los ejércitos de ambos reinos, Telde y Agaldar, y la tierra se preparaba con fiebre defender su señorío. Mas, a pesar de todo, había quienes pensaban en el descalabro final de una derrota.
Agando, en el Sur; el mar. Por el falso espejuelo del agua, al norte de la península que por aquí cierra la bahía, esta la playa del Ámbar Gris. A cosa de un kilómetro, mar adentro, un peñasco levanta su desolación. Escarpado, zahareño, nacido por cimas y quiebras de enormes tabaibas y cerrajales silvestres. Las pardelas, graves de giro y vocingleras, ponen al anochecer sobre su cielo un trágico gruñir de infantes asesinados, pero la gracia perfecta de las zoritas hace ligero el amargo sonido. Besando la flor del agua, el marisco es infinito. Ahí esta, en espera de convertirse en manjar de los pobres isleños que por lograrlo han de jugar en mas de una ocasión la vida.
El peñasco es casi inaccesible. Solo por el lado del poniente ofrece un rudo desembarcadero. En él pudo muy bien asentar su morada Calipso, la embrujadora, aquella que refrescaba su deseo por corredores de viñas y madréporas y guirnaldas de rosas escoltadas de medusas.
En la cima, los hombres de servicio de Bentaguayre, Faycan de Telde, han alzado una morada. Ancha y segura, tiene aire de prisión y fortaleza dentro de la línea usual de las casas de la isla. Allí hizo llevar el señor de aquellas bandas provisiones bastantes y todo el menaje que una casa de nobleza precisaba.
Pieles curtidas y paños de juncos tejidos con delicado artificio formaban lecho, y varias cabras, de esa raza que desde los tiempos más lejanos de la historia poblaban a las Canarias, arrastran el regalo de sus ubres por la breve corraliza. Desde lo alto, el ojo despierto podía columbrar las alcandaras y almenaras de toda esta parte de la tierra.
Altos, inmensos, con armonía de conjunto, musculados como atletas de un Olimpo inverosímil por lo perfecto, avanzan mientras los largos cabellos, signo de su nobleza y lata cuna, nadan por las espaldas enormes; fieros y graves, aquí están. Son la nata y esencia.
Al centro de sus guerreros, el Faycan Bentaguayre. Su porte es severo, como su rostro, tinto de majestad digna. Lleva en la mano el gran cetro, símbolo de su poder, como los otros, enarbola una rodela donde lucen los propios colores y distingos de su calidad.
Ante su persona camina suavemente otra, grácil y esbelta, llena de elástica firmeza en el mover del cuerpo que se adivina triunfante glorioso en su iniciada primavera. En los brazos, cuajados de conchas bellísimas, acuna a un cabritillo amedrentado; la doncella es Abenahoara, Guayresa de esta isla, indomable y nuestra.
Todo asume en ella regio, pero atractivo continente. Desde el oro tostado de los cabellos con el entrevero de finísimas pieles a color, hasta los huergueles primoroso que calzan la seguridad de su pie. Y su garganta erguida ve como la entornan teorias de lindos collares engarzados con primitivo artificio. A mas del tamarco, se envuelve en guapiles de colores alegres, mientras cuatro damas de noble condición la flanquean y entornan dándole respeto.
La comitiva se detiene. El Faycan Bentaguayre, adensando en su rostro la austera gravedad de su rango y condición, se dirige a Abenahoara mientras dice:
"Todos me sean testigos; aquí estamos, Abenahoara, Guayresa real de Semidan, yo Faycan de Telde y tus hermanos Bentaguay y Maninidra Altacaite. Ahora es tiempo y hora tuya. Si dejas el amor de Doramas, el trasquilado (que Gabio lleve y las tibicenas devoren), tendras todo aquello que tu nacimiento precisa. Si resistes, no tendré mas caridad. Allá, en lo alto del roque, te espera habitación de por vida; a nadie veras y nadie osará verte. Piensa y responde tu deseo."
Los ojos de Benahoara se alzaron de un húmedo lecho de violetas. El carmín ahuyentó su gracia de las mejillas gentiles, pero en fuego de ensueño se hacia trasparente en la enamorada expresión mientras hablaba así:
"Poderoso Faycan y Señor mío; la voluntad de Abenahoara es una y esa la tiene Doramas, hijo de Doramas."
La voz del Faycan se alzo violenta:
"¡Gama! ¡Tamaragua!..."
Se abrió un silencio de nieve mientras el aire del amanecer cabrilleaba por entre las sueltas melenas y por los bordes dormidos de la mar. El recental, presintiendo la trágica densidad de los momentos, acentuaba la expectación con un quedo balar de agonía.
No se hablo nada más; el cortejo inició su retirada mientras las damas, de rodillas, despiden al Faycan y a sus guerreros. Sobre el lienzo de algas que descansan en la arena piensa Abenahoara con casto deseo en Doramas, su amante trasquilado. Todo lo deja y da por bien perdido por este regalo de la dura fidelidad de su amor. Todo; su prestigio, su rango su bienestar. Pero Alcorac no puede abandonarla en su amargura y ella lo sabe.
Ligeras, hacen de sus ropas y bagajes atadijos que sujetan a las cabezas erguidas. En la de la amada de Doramas el blanco baifito, ante el chapoteo estremecido de las aguas renueva constante el espanto de su queja.
Seguras como náyades cortan la mar venciendo gallardas las sirtes traicioneras. El aguaje es violento pero ellas, diestras hijas del Océano, lo dominan con limpia maravilla.
Llegan al islote. Las mujeres distribuyen los trebejos con cuidado. Por allá arriba las gaviotas y las palomas salvajes revuelan con desasosiego. La vivienda es solo una gran habitación de piedras secas dividida hacia el fondo. Al costado, un corral diminuto la acompaña.
Ahora son las damas las que se despiden, herméticas y sin emociones, que la raza isleña tiene entre sus más altos orgullos el de su propio hermetismo y seriedad. Solo Trayora queda con la princesa, pero Abenahoara no precisa de compañía para saberse sujeta a la esperanza de su propio amor, inmutable como el sol y el movimiento del mar.
En su soledad, Abenahoara se siente acompañada por el pensamiento del amado, que esta con ella. Podrá el andar por las altas tierras de Acusa o por Ansite y Tirma, o por la costa, cabe el pulso constante de las aguas, pero su pensamiento entero, el pensamiento de Doramas, esta aquí, sobre el lejano y aislado roque de Agando, en el sur de la isla: ¡está con ella!
Por entonces Doramas era lisa y llanamente un trasquilado; un salteador de rebaños y un hombre de la condición social más humilde. Pero es genial y valiente. Lo que otros heredaron, él lo roba, a fuerza de valor y de astucia. Sus presas y añagazas son geniales y ya en vida las recogió la oral tradición de su pueblo. De el fue una famosa acaecida en la costa de ensueño de La Iraga o del Agumastel. Los españoles salteaban la tierra; todo andaba en temor y desconcierto. Ante el peligro, Doramas llama a Guarore, un noble guerrero de Agaldar y tras cambiar su secreto hace reunir al pueblo en Tagoror; allí les dice:
"Hermanos, si queremos vencer al extranjero que nos sitia y cerca cojamos gaviotas y pardelas y dejémoslas atadas sobre los techos de nuestras casas; démosles de comer allí y que allí vivan. Los invasores enemigos creerán nuestros hogares desiertos y abandonados y caerán sobre ellos; entonces, será la ocasión nuestra y su fin."
Hizose así y merced a la genial estratagema del futuro caudillo de la isla, los españoles cayeron en la trampa experimentando una gran quiebra y mortandad.
Hará cosas grandes en su tierra y que esa nobleza orgullosa de príncipes y caballeros que hoy lo desprecia o lo ignora, tendrá que rendirse a su valor mordiendo el freno de su arrogante soberbia. Y ahora mas, que se sabe amado hasta el sacrificio y la muerte por la princesa Abenahoara, de la familia real de los Faycanes de Telde. Él lograra para su amada, y por ella, mas que todo lo que por su amor ahora ha perdido.
El Hércules pastor vive en el más hermoso escenario que jamás tuvieran las islas: la selva y el bosque de su nombre. Todos los historiadores lo señalan como prodigio patente de hermosura y vivo milagro de la más exigente naturaleza.
En Doramas, este amor por Abenahoara ha sido la revelación plena del mundo y sus pasiones. Antes, la vida para él era distinta: vagar por los montes, trepar a los árboles gigantes, zambullirse bajo las cascadas claras y en laguetes relumbrantes al sol en lo hondo de los frescos barrancos. Nadar; pescar con arte y destreza; justar con los más valientes y vencerlos. Y como principal oficio robar los ganados mejores a los nobles de ambos reinos.
Ahora recuerda el primer día en que sus ojos columbraron la belleza triunfal de Abenahoara. Traía Doramas entre sus manos un asalto a los ganados de Bentagoche, guayre de Arguineguin. En Tara o Taufia había fiesta en la casa de un noble. Bailaban allí “el canario”, ese baile “menudico y agudo” que daría la vuelta a la Europa del siglo XVI. Y se cantaban canciones de amor o de guerra o llenas del dolor de la muerte y su partida.
Los ojos castos de la Guayresa detuvieron su caricia en los asombrados ojos del gigante. Fue solo el filo de un relámpago, menos que nada, pero allí en aquel instante se firmo contrato de amor entre la orgullosa descendiente de reyes y aquel vil depredador de todos los señoríos: Doramas, el plebeyo.
Doramas, al tanto del secuestro de su amada comprende y decide que es hora, en lucha contra el mando y disposición de los hombres, cuando la casta flor de Abenahoara ha de ser suya. Contra todas las monarquías y aristocracias de la tierra redonda de Tamaran.
Ya en los dominios de lo oscuro apresta su rodela, ajedrezada de rojo, blanco y negro; limpia los duros filos del magado y requiere el sostén de su larga amodaga que ha de servirle maravillosamente en el cruce milagroso de pasos y precipicios. Todas estas prevenciones las hace con sólido misterio.
Sin que nadie llegue a sospechar el propósito, ordena la guardia a los suyos y parte veloz a su aventura.
La noche adelanta su camino. Habrá unos cincuenta kilómetros entre la caverna que habita en el norte de la isla, mas allá de Terori, y la Playa del Ámbar en Agando. Riscos, montes, barrancos, arroyos caudalosos... Todo lo devora su impaciencia.
Va desnudo, con el pelo trasquilado, signo patente de la humildad de su condición, mientras flotan al aire las faldetas de palmas que sostiene en la cintura poderosa. Es el formidable Titán de las montañas de la isla; Hércules redivivo a la solución airosa de uno de sus trabajos.
En la playa, un silencio. Por lo alto, las estrellas alientan la aventura. Ni rumor, ni ladridos de perros de ganados, ni batir de pájaros nocturnos; solo el beso amoroso de la mar que deposita su caricia sobre la arena.
El cuerpo se desliza por el agua entre silencios. Brazadas como hélices poderosas y espumas como avances entre anhelos de caricias, mientras Doramas tiembla de deseos bajo el agua erizada de misterios asesinos.
En la costa había un festón de centinelas dispuestos a cortar el paso, como fuera, al atrevido galán, pero él supo burlarlos cautamente y llega sin que nadie lo advierta hasta el peñón lejano. Solo un héroe genial puede salvar tamaña empresa y él la salva. Trepa cauteloso por el acantilado y un silbido suave como un quejo sale de sus labios; como un suspiro aleteante.
En su aposento, Abenahoara se estremece de jubilosa, desfallecida agonía: ¡es Doramas¡ Y ella conoce al punto el reclamo querencioso.
La puerta estalló el atranque y la inmensa mole de Doramas oscureció el claror de su vano, mientras la voz tremorosa exclamaba en un suspiro:"¡Abenahoara! ¡Abenahoara!" "¡Doramas!"
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LA CANARIA DE HOY SE HA CONVERTIDO EN UN DESIERTO DE LO QUE FUE. |
Sus impulsos los lanzan al uno contra el otro, con invencible arrebato. Ante lo inevitable, Trayora quiere huir; dar gritos, solicitar el amparo de los suyos que vigilan en la costa, pero Doramas la prende por el brazo; da la mujer un gemido y se oye la voz afianzada del coloso:
"Trayora, puedes irlo a noticiar a tu Señor, pero ten por seguro que Doramas, hijo de Doramas, hará que los ganados de Nayra, tu marido, desaparezcan de sus pastos. Y tu hijo y el propio Nayra conocerán mi venganza sin piedad y sin remedio."
Deslíe tal acento de sombría verdad la voz del trasquilado e indómito Doramas y tal dominio de audacia poderosa encuadran sus palabras, que la altiva Guayresa Trayora quedo transida por un paralizante temor mudo; sabe lo cierto de cuanto oyó y tiembla por la vida de los suyos y por su hacienda.
Ya perdieron las palabras su valía. Sobre el hombro de Doramas, la doncella abate el temblor de su cabeza. Trasponen la puerta desquiciada y se detienen bajo el raso de los cielos, al soco de un tabaibal sonoro de lagartos y vuelos de avecicas asustadas.
Allí escuchan la voz de sus propias sangres, tumultuosamente enamorados. En la corraliza, el blanco cabritillo bala su húmedo dolor y su abandono.
Noche a noche este Leandro intrépido cruza a nado el Helesponto isleño sin soslayar el peligro que al amante de Hero corto el hilo de la vida.
Pero el propósito de Doramas era uno, aunque animado por distintos deseos: el de librar a su pueblo del freno y dominio del invasor y lograr para su amada la corona dual de los reinos de la isla; la ancha diadema de conchas blancas, duras y brillantes que habría de prestigiar la noble frente de su amada, Abenahoara.
En tanto, muere el Faycan de Telde. Doramas, con tino y avisado tacto enciende la discordia entre los partidarios de los hijos del muerto, demasiado jóvenes aun para asumir la responsabilidad angustiosa del instante. Logra convencer a los nobles de aquellas bandas, haciéndoles ver lo necesario que se hacia el poseer un solo mando bajo una mano segura, y entonces, ya convencidos, el congreso de nobles ofrece la corona de la isla a Doramas, esposo de una de sus iguales.
Luego, le toco el turno al norte; el reino de Agaldar, abatido, sin moral tras la rendición y entrega de su postrer monarca, comprende asimismo que todos los pasos de la guerra han de unirse en un solo sentido y bajo el mando de un solo cerebro responsable, y conjuntados en Sabor, ofrecen a Doramas la responsabilidad del gobierno y con ella en cetro de Andamana, la Grande.(1)
Pedro de Vera, el ladino y sanguinario conquistador de la isla, amaneció en aquella fecha de humor bien claro, aunque de ordinario lo traía el bien oscuro y revuelto.
En la primavera de aquel año habían aportado al Real de Las Palmas, que así fue llamado, según una versión muy aceptada, por tres muy grandes que dentro de sus barbas quedaron, unos ciento cincuenta ballesteros, cincuenta hidalgos de la aventura y quince hombres de a caballo. Venían de las guerras de Portugal y sitio de Granada bajo el mando de Pedro de Santiesteban y Cristóbal de Medina, y con su apoyo, Vera se propuso finalizar la empresa de abatir el valor invencible de los hijos de Gran Canaria.
Ante noticias tan desoladoras el pueblo canario, empavorecido, comenzó a hacer sus “sabores” y rebatos nocturnos de defensa. Toda la isla alulaba de fotutazos y silbidos, y ajijidos angustiosos.
Salió del Real de Las Palmas la hueste conquistadora al son de su fanfarria de guerra. Formaron la columna cincuenta lanzas y doscientos peones bien dispuestos, que bien se encargo de ello en aquella madrugada el propio General Vera.
Enfilado el valle comienzan a andarlo aguas arriba, y a media legua de la mar columbran perdidos por los alcores, frenéticos de palmerales y salvias cerreras, los primeros núcleos de canarios. Pero los españoles advirtieron enseguida que no ofrecían línea de resistencia ni siquiera lo intentaban, limitándose a huir veloces por gargantas y repechos, escondiéndose en ellos.
De pronto, alguien divisa un grupo de animosos guerreros que, denonados, arriban por la parte del mar. Vienen a pie, que fue aquella gente que nunca tuvo caballos ni conocieron su existencia. Desnudos casi, pues a mas de apenas usar ropas estaban tomando el baño diario en la ribera, cuando les llego la nueva de la irrupción y entrada que amenazaba a la gran Corte isleña, Agaldar.
Al frente de los valientes canarios viene el Rey que ellos mismos se han impuesto, Doramas, el valentísimo y potente hijo del pueblo. Cerca ya de los españoles, arenga a los suyos y rápidos, como saetas, sin plan ni artificio, embisten, no a los guerreros, sino a los caballos, por creerlos un cuerpo mismo con el jinete regidor de su montura.
Los invasores se espantan ante el milagro de fuerza y diestro valor inconcebible que aquel soberbio y magnifico hércules representaba. Como un ente sobrenatural rechazaba golpes, salvaba a los comprometidos y derramaba por todo el campo de batalla la presencia de su salvaje e indómito heroísmo. No había hombre que pudiera acercarse impunemente al centro de sus furores mientras increpaba.
Desde su retiro avizorante, Pedro de Vera advierte que el titán prodigioso daría al traste y finiquito con toda su mesnada.
Ante la gravedad del instante, Vera, llamo al cordobés Pedro de Hoces y a otros jinetes, y entre todos, siguiendo las instrucciones del General, lo acorralaron como a un toro enfurecido. Hoces, cordobés y traicionero, hiere a Doramas por la espalda derecha. Al sentirse herido de muerte, el ultimo Rey de la Gran Canaria se revuelve como fiera enloquecida y de un golpe fantástico le secciona la pierna izquierda, al tiempo que le grita en canario:
"¡No te iras alabando, extranjero!"
Mientras, el General Vera, al verlo herido sin remedio, aprovechando que Doramas proyectaba sus furias finales contra Hoces, le clavo en el noble pecho, inmenso y desnudo, el acero verdugo de su lanza.
Doramas se supo perdido desde el propio instante; muerto ya, pero aun tuvo valor y energía para escupir a la cara a su cobarde y siniestro antagonista final, al asesino Pedro de Vera, estas palabras que la historia también recogió en todo su infinito desprecio:
"¡No eres tu quien me ha muerto, sino este traidor, por detrás! ¡A todos os beberé la sangre!"
Y cayó a tierra en el estertor final. Pidió agua; alguien creyó que bautismo. La trajeron de un goro cercano, en un sombrero alemanisco. Luego de verterla en un casco de hierro la bebió el moribundo en sus ansias finales. Y asegura la leyenda que el agua salió pura como el propio cristal por todas sus heridas y desangres.
Así murió Doramas a cosa de la mañana del noviembre de 1.481, sobre el verde faldaje y pradería del Valle de Thenoya, junto al mar.
Relato literario de Néstor Alamo (desde el dramaturgo Bartolomé Cairasco de Figueroa) sobre la leyenda tradicional de Doramas, publicado por el Instituto de Estudios Canarios de La Laguna en el año 1959.
(1) Andamana, inteligente y hábil mujer que unificó por los pactos y la fuerza la isla de Gran Canaria, así reinando Tamarán un siglo antes.
ALLA ABAJO EN EL SUR
DE GRAN CANARIA,
DORMIDA BAJO EL SOL
HAY UNA PLAYA,
ALLI TE ESPERO,
ENTRE LAS OLAS,
ENTRE LA ARENA RUBIA
DE MASPALOMAS.
EL AGUA SALADA
Y EL BESO DEL MAR,
EL BESO, CHIQUILLA,
QUE TÚ ME HAS DE DAR,
QUE TÚ ME HAS DE DAR..,
ALLA EN MASPALOMAS
YO TE HE DE BESAR.
AY, TIRATE AL MAR,
AY, TIRATE AL MAR,
Y COJE LOS PECES
SI SABES NADAR.
YO TE HE DE QUERER,
YO TE HE DE BESAR,
ENTRE EL PALMERAL,
AY, CHIQUILLA HERMOSA,
BONITA GRACIOSA,
CANARIA MUJER.
EL SOL Y LAS ARENAS,
Y EL CIELO AZUL,
LA GLORIA DE MI TIERRA.
MASPALOMAS Y TÚ.
(las Dunas de Maspalomas hoy invadidas por un movimiento turístico de promiscuidad sexual y de degeneración del Movimiento Gay internacional, en neo-colonialismo occidental de super Sodoma. Cosa l.g.t.b.... que en el resto de África tiene poco "éxito" (sic))
http://es.scribd.com/doc/18384248/MASPALOMAS-ANOS-4050