Desde hace dieciséis años con la llegada de Hugo Chávez al poder estamos asistiendo a una vergonzosa manipulación de la historia venezolana. Así, los acontecimientos, las figuras insignes de la política y los sobresalientes ciudadanos son presentados hoy en día con el sectarismo, la hostilidad o con la superficialidad y ligereza que caracterizan la nefasta revolución que padece Venezuela. De hecho, en estos largos y penosos dieciséis años hemos asistido al intento de desmontar nuestra identidad: un Bolívar convertido en socialista, una Iglesia execrada, un Colón derribado, una llamada IV República satanizada y, en su totalidad, todo lo que puede considerarse como elemento inseparable de la venezolanidad, ha sido tergiversado.
En la política que se ejerce desde el poder y, en general, desde siempre ha habido excesos reprobables, por lo cual la moderación debe acompañar siempre no sólo a los impugnadores de la política misma, sino también a los defensores y apologistas de la historia. De ahí surge la molestia con este tema tan profundo y difícilmente abarcable de la historiografía venezolana, que es la ligereza tan atrevida de la memoria colectiva, el desparpajo insolente con que siempre se lanzan juicios y críticas a las personas con terribles omisiones e intencionadas ocultaciones de lo que realmente se ha dicho o se ha hecho por parte de los actores.
De ello no ha escapado una de las figuras más relevantes de la democracia venezolana, Carlos Andrés Pérez. Quien fue un actor de primer orden, sin lugar a duda, de la vida política venezolana y ¿por qué no latinoamericana? durante gran parte del siglo XX. Se comprende naturalmente que el hecho político siempre levanta contradicciones y polémicas sobre la vida de sus actores. De hecho, el hombre político estará siempre expuesto a eso y a mucho más. Así que nadie debe escandalizarse por la permanente desacreditación que desde la llamada revolución socialista (chavista) se le hace al eximio Carlos Andrés.
Me he ido convenciendo que de tamaña figura las nuevas generaciones, estas del Tercer Milenio, no conocen su biografía ni sus méritos; se le juzga por una etapa de su vida en que le correspondió actuar en cumplimiento de la primera magistratura que se le encomendó en dos oportunidades y con abultado apoyo popular y se transmite de él una imagen distorsionada, incompleta y obstinadamente parcial gracias a la hegemonía comunicacional establecida desde 1999, puesto que ni siquiera se estudia con seriedad y con rigor lo que hizo y dijo en los dos mandatos, de manera especial en ladramática e inconclusasegunda presidencia. Afortunadamente contamos con varios libros, entre los cuales me permito citar: “Carlos Andrés Pérez”, editado en 2012 por la editora El Nacional, autoría de Ramón Hernández; otro de la misma casa editorial y que no tiene pérdida alguna: “Carlos Andrés Pérez, Memorias proscritas”, de Ramón Hernández y Roberto Giusti, de 2006; y un libro de obligada referencia: “La rebelión de los náufragos”, de Mirtha Rivero, editado en 2010 por la casa Alfa. También se cuenta con un indispensable texto de don Manuel Caballero: “Carlos Andrés Pérez: ¿Presidente, líder o historia?”, editado en Caracas en 2006, también por la editorial Alfa.
Al respecto de estas obras anteriormente citadas, estoy convencido que es necesario leerlas y releerlas de nuevo, reflexionarlos sin prejuicios ideológicos a la luz de la Venezuela que sobrevive desde 2013 cuando Nicolás Maduro asumió de forma ilegítima la Presidencia de la República.
En esta muy abreviada revisión de la figura de Carlos Andrés, que bien puede considerarse más una nota que un ensayo, he querido resaltar con mayor ahínco el capítulo más conocido de su vida, y el de su actuación durante 1989, 1992 y 1993, el caracazo, las dos intentonas golpistas y la destitución respectivamente; primero, porque son hechos cercanos que tuvieron incidencia directa en la gestación de la llegada de Hugo Chávez, y segundo, porque prefiero referirme a estos tres años sobre los que ha caído un espeso y doloroso silencio.
Fue un 2 de febrero de 1988 cuando asumía por segunda vez la Presidencia de la República, hecho inédito en la vida democrática de Venezuela. El 4 de diciembre de 1988 Pérez había sido electo con la mayor votación conocida hasta ese momento: el 52, 91% de los electores, es decir 3.879.024 votos absolutos. A “la coronación”, llamada así sarcásticamente, a la que entre otros asistió Fidel Castro Ruz, le sucedió apenas veinticinco días después el llamado “caracazo”, una de las peores (si no la peor) revuelta popular que hemos conocido. Pérez recibía un país en debacle, con instituciones ampliamente debilitadas, con la merma de los ingresos petroleros, una moneda devaluada y una inflación desmedida. Sumado a todo eso, el peso de la deuda externa.
Atrás había quedado la “Venezuela saudita”, esa misma que Pérez, el hombre que sí camina, había levantado en su primer período presidencial (1974-1979): donde nació PDVSA, tras la nacionalización del petróleo; la afamada Biblioteca Ayacucho y el muy exitoso programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho. Independientemente de esta labor durante sus primer gobierno, Pérez fue en general el Presidente que contribuyó más que nadie en algunos aspectos, y siempre con singular relevancia en otros, a la construcción de una Venezuela decidida a ser país desarrollado, al fomento de la educación con el apoyo irrestricto a los estudiantes, a la estimación del trabajo y el sindicalismo, a la reforma del Estado democráticamente y, naturalmente, a la defensa de la institucionalidad democrática, ejerciendo tolerancia, manifestando altura frente a sus adversarios y aplicando sin vacilaciones el puño de hierro para frenar la anarquía que podía conducir al país a esos callejones sin salida que traen consigo a los anti mesías de nuestra historia.
Carlos Andrés debió aplicar el 17 de febrero de 1989 un plan de ajuste aconsejado por el Fondo Monetario Internacional que incluyó, entre otras cosas, alzas a los precios de los carburantes y a las tarifas de los servicios públicos; la liberalización de los precios de los demás productos, salvo los incluidos en la canasta básica; la liberalización de los tipos de interés hasta un tope temporal del 30%; la congelación de las contrataciones de personal en la administración del Estado; la reducción del gasto público con el objetivo de rebajar el déficit fiscal al 4% del PIB; la eliminación progresiva de los aranceles a la importación; y un nuevo esquema cambiario consistente en un tipo único y flexible, el que determinaran la oferta y la demanda, y que operaría en todas las transacciones de la economía. Posteriormente vendría el ajuste del 100% al precio de la gasolina y el aumento del 30% en el pasaje urbano.
Todo ello condujo al Caracazo. Un episodio dramático no menos triste de nuestra historia. Al menos dos mil personas habrían fallecido, muchas como consecuencia de excesos militares. Y se calcularon $150 millones de dólares en pérdidas económicas por los destrozos materiales ocurridos.
Y como pareciera que nuestra historia ha sido un invariable efecto dominó, llegó la gran prueba de fuego a la democracia nacida en las calles de la Caracas aquel 23 de enero de 1958. Don Manuel Caballero en su Dramatis personae, afirma con justa razón que a Carlos Andrés «le faltaba un examen para graduarse de hombre de poder: su reacción no en una “crisis”, sino en el momento de la crisis». Ésta era esa crisis. La crisis. Porque el caracazo había sido una crisis, sólo una. Como también lo había sido el porteñazo y el carupanazo a los que había resistió Rómulo, el viernes negro de Herrera Campins, la noche de los tanques a Lusinchi.
La madrugada del 4 de febrero se jugaba todo y todos apostaban por una “caída y mesa limpia”: los comandantes insurrectos a desmantelar la democracia y Pérez a defender a cualquier precio semejante conspiración militar que tuvo anuencia de muchos civiles y debía ser contenida porque él mismo comprendía que no estaba en juego solamente la Presidencia sino todo el sistema.
Aquellos militares insurrectos no eran unos idealistas como se ha hecho creer. Ellos eran un elemento que pretendió concentrar el clamor de reforma de la democracia, pero sus intenciones claramente estaban destinadas a destruir lo que tanto costó. Ellos no querían reformar, querían destruir. Y así lo confirmó el tiempo cuando uno de los líderes de ese movimiento golpista, después del cuestionado indulto que firmó Rafael Caldera, se hicieron del poder por la vía democrática: misma vía que insistieron en destruir dos veces durante 1992.
El autoproclamado Movimiento Bolivariano, en desprecio claro de la doctrina de Simón Bolívar, era un grupo de zagaletones que astutamente habían conformado un nutrido grupo de oficiales y suboficiales descontentos con el statu quo. No podrá de eximirse de responsabilidad a nadie: estoy convencido que todo pasó porque todo se dejó pasar y nadie hizo nada para evitar semejante estado de descomposición del otrora Estado venezolano. Es difícil acreditar versiones sobre el carácter sorpresivo de las intentonas golpistas, todos sabían y nadie supo contenerlo con el puño de acero que ameritaba.
En el proceder de Carlos Andrés la madrugada del 4 de febrero, en plena asonada militar, hay un patriotismo exento de populismo y enraizado en la realidad: hay que salvar la democracia. Quizá por ello considera que la principal tarea es hablarle al país consciente, no al país herido por la crisis. Hablarle a la Fuerza Armada, hasta entonces una sólida institución, capaz de resignar siempre sus fusiles al fuero civil. Hablarle al mundo sobre lo que estaba sucediendo. No todos los líderes sometidos a un momento así, con los tanques rodeando el palacio de gobierno, se dan el lujo de hablar. Y Pérez estaba muy consciente de ello, sabía que su voz iba a disipar la zozobra generada por los insurrectos que habían asaltado guarniciones de Maracaibo, Valencia, Maracay, Caracas y el Palacio de Miraflores.
Habla sí un Carlos Andrés exaltado. Habla un Presidente que había logrado salvarse de una muerte segura: «El regimiento de paracaidistas de Aragua desacatando su juramento y los mandatos de la Constitución se alzó contra la Constitución y los poderes legalmente constituidos. Pretendieron por sorpresa tomar el palacio de Miraflores y La Casona» y recurre a la sensatez ciudadana «para que juntos repudiemos este hecho, para que digamos de una vez por toda que en Venezuela es el pueblo quien manda y quien conduce los destinos de la nación, y que su Presidente cuenta con el respaldo de las Fuerzas Armadas y de todos los venezolanos».
Después a las seis de la mañana, en una aparición recomendada aparentemente por su adversario político Eduardo Fernández (COPEI), se dirige en tono desafiante, con mucha claridad de su mando y emplaza de manera categórica a los golpistas: «Quiero dirigirme especialmente a las Fuerzas Armadas Nacionales oficiales y soldados, les habla su Comandante en Jefe, su obediencia es para conmigo, para quien tiene el mandato del pueblo, para quien juró la Constitución. Cualquier oficial que pretenda hacer desconocer el mandato, de cualquier jerarquía debe ser desconocido por ustedes, tienen que honrar al pueblo de donde provienen. Yo les envío la orden precisa y categórica, de obedecer a su Comandante en Jefe, obedecer a los comandos naturales de la organización militar, que permanecen firmes en obediencia y acato a la Constitución de la República».
Poco después denunciaba ante el país y el mundo el objetivo de aquella insurrección: se «atrevieron a asumir esta intentona golpista, que tenía como objetivo el asesinato del Presidente de la República. Es bueno que los venezolanos se enteren del crimen que se pretendía, y de las graves consecuencias que hubiese significado para Venezuela un hecho de esta naturaleza». Tamaña denuncia podía sustentarse fácilmente con sólo mencionar el temerario asalta a la residencia presidencial La Casona, donde esa madrugada estaba la Primera Dama, Blanca Rodríguez de Pérez, sus hijos y nietos, quien debieron someterse a la fría mirada de los fusiles que sin ningún tipo de recato se apuntaron hacia ella.
Luego a ese discurso le sucedió otro. “Por ahora”, la frase lapidaria del golpista. El 27 de noviembre de ese mismo año pretendería revivir la esperanza de su movimiento, fracturar la democracia y cumplir su frase del 4 de febrero. Pérez había salido ileso del atentado en Paraguaipoa el 11 de octubre y está vez volvía a lograrlo. Una vez más se impuso la sensatez y la Fuerza Armada, en medio de la sangre de aquel noviembre, logró pacificar al país y preservar la malherida democracia. Si el movimiento golpista, en su versión de febrero o de noviembre,quiso identificarse con el pueblopara ser plenamente popular y no sólo militar, justo es decir que lo consiguió, abusando de la buena fe, del desamor por la democracia, con aquella nefasta conjura del Ministerio de la Defensa que le permitió una rueda de prensa al comandante Hugo Chávez, pese a que éste se había rendido ante el Jefe de Estado.
El ejercicio de la Presidencia de la República es asunto muy serio que requiere seriedad, pasión serena por la institucionalidad y una capacidad inagotable de maniobra y de valor para sostener la mirada durante la tragedia y hacer prevalecer los supremos intereses de la nación sin ceder ante quien o quienes procuran el término de la sociedad y la democracia misma. Eso lo demostró Pérez en su segunda presidencia.
Pero pese a las maniobras que salvaron al país del asalto golpista, la democracia habría de sucumbir porque ya estaba empañada por muchos errores políticos, si se quiere desfigurada por los prejuicios, rencores y egoísmos de sus propios actores. El segundo mandato de Carlos Andrés lo comprobó: el Caracazo, las intentonas golpistas del 92 y el posterior enjuiciamiento-destitución, terminaron por infligir la herida mortal que haría agonizar a Venezuela el 6 de diciembre de 1999 con la victoria electoral de Hugo Chávez. Lo demás es historia, trágica historia que, a modo de epílogo, podría acusarnos quizá por no haber escuchado la conseja de Morales Bello sobre los golpistas.
Quien «había sacado a Acción Democrática de la más profunda crisis conocida desde su fundación, cuando uno de sus líderes históricos, Luis Beltrán Prieto, produjo en su interior un cisma…» (acota Manuel Caballero) sería víctima de una celada, afirmo yo, en la que coincidieron casi todos los actores que pudieron para hacer valer sus propios intereses, defenestrar a Pérez de la Presidencia y, quizá sin quererlo algunos, darle el puntillazo final a la democracia.
El 11 de marzo de 1993 comenzó "la rebelión de los náufragos políticos de las últimas cinco décadas", como diría el mismo Pérez tras conocer el fallo de la Corte Suprema de Justicia, alegando también, respecto a sus enemigos que «no me perdonan que haya sido dos veces presidente por aclamación popular. No me perdonan que sea parte consubstancial de la historia venezolana de este medio siglo. No me perdonan que haya enfrentado todos los avatares para salir victorioso de ellos (…) Tendrán que asumir su responsabilidad quienes han conducido al país a esta encrucijada dramática de su historia (...) Quiera Dios que quienes han creado este conflicto absurdo no tengan motivos para arrepentirse». El 31 de agosto Pérez era finalmente destituido de la Presidencia de la República en un proceso casi inédito que sólo tenía de precedente en la región: el impeachment a Collor de Melo en Brasil.
La destitución era avalada por todos, incluso por su propio partido. En mayo de 1994 Carlos Andrés era detenido y el Comité Ejecutivo Nacional de Acción Democrática lo expulsaba de sus filas.
Desde entonces y por mucho tiempo creo que continuará la polémica sobre su persona. Entre otras razones porque se cumplió su sentencia y aquellos náufragos que arrastraron consigo la República democrática han tenido desde hace tiempo motivos para arrepentirse.
Movida Venezuela por un profundo afán de competencia y modernización, de ciencia y creatividad, sus figuras cimeras de la IV República, de la democracia, lograron cancelar el retraso respecto al resto del mundo que nuestro país había venido sufriendo desde el siglo XIX. De ese afán democrático Carlos Andrés es una figura y un acervo que debemos aprovechar para comprender la realidad venezolana, algo tan indispensable en este momento.
Habrá que resaltar en la historia que sigue escribiéndose sobre el rubiense Pérez, su culto a la lealtad respecto a la democracia a la que él llegó tras la serena reflexión del liderazgo que supo cosechar al lado de Betancourt y del liderazgo en brazos del pueblo hecho poder, son un capítulo indispensable de nuestra historia comunitaria. La decisión de la Corte Suprema de Justicia la acató casi con humildad, y por supuesto, con desprecio a cualquier tentación de desconocer el estado de derecho que había defendido casi que hasta con su vida el 4 de febrero y el 27 de noviembre.
Me atrevo a decir que ese buen ejemplo, ese no haber dado escándalo, a pesar de los errores cometidos, esa esclavitud a la verdad, por fuerza tienen que haberle deparado el premio al que siempre aspiró para el momento de su tránsito: la reivindicación.
En su penetrante libro, La Rebelión de los Náufragos, Mirtha Rivero y a modo de conclusión uso estas palabras, sobre lo que debía ser y no fue:
«El pueblo de Venezuela quiere ser democrático. La democracia venezolana no podrá ser hollada por ningún ambicioso o delincuente, las Fuerzas Armadas se honran en su dignidad», afirmaría Pérez, describiendo con total franqueza a Hugo Chávez y sus compañeros.
Luego a ese discurso le sucedió otro. “Por ahora”, la frase lapidaria del golpista. El 27 de noviembre de ese mismo año pretendería revivir la esperanza de su movimiento, fracturar la democracia y cumplir su frase del 4 de febrero. Pérez había salido ileso del atentado en Paraguaipoa el 11 de octubre y está vez volvía a lograrlo. Una vez más se impuso la sensatez y la Fuerza Armada, en medio de la sangre de aquel noviembre, logró pacificar al país y preservar la malherida democracia. Si el movimiento golpista, en su versión de febrero o de noviembre,quiso identificarse con el pueblopara ser plenamente popular y no sólo militar, justo es decir que lo consiguió, abusando de la buena fe, del desamor por la democracia, con aquella nefasta conjura del Ministerio de la Defensa que le permitió una rueda de prensa al comandante Hugo Chávez, pese a que éste se había rendido ante el Jefe de Estado.
El ejercicio de la Presidencia de la República es asunto muy serio que requiere seriedad, pasión serena por la institucionalidad y una capacidad inagotable de maniobra y de valor para sostener la mirada durante la tragedia y hacer prevalecer los supremos intereses de la nación sin ceder ante quien o quienes procuran el término de la sociedad y la democracia misma. Eso lo demostró Pérez en su segunda presidencia.
Pero pese a las maniobras que salvaron al país del asalto golpista, la democracia habría de sucumbir porque ya estaba empañada por muchos errores políticos, si se quiere desfigurada por los prejuicios, rencores y egoísmos de sus propios actores. El segundo mandato de Carlos Andrés lo comprobó: el Caracazo, las intentonas golpistas del 92 y el posterior enjuiciamiento-destitución, terminaron por infligir la herida mortal que haría agonizar a Venezuela el 6 de diciembre de 1999 con la victoria electoral de Hugo Chávez. Lo demás es historia, trágica historia que, a modo de epílogo, podría acusarnos quizá por no haber escuchado la conseja de Morales Bello sobre los golpistas.
Insistirá Caballero: «Carlos Andrés no ha pasado por una crisis: el sistema democrático venezolano pasó por ella, tanto más conmovedora cuanto más inesperada. Ya nadie quería escuchar los gritos de que el lobo venía».
Quien «había sacado a Acción Democrática de la más profunda crisis conocida desde su fundación, cuando uno de sus líderes históricos, Luis Beltrán Prieto, produjo en su interior un cisma…» (acota Manuel Caballero) sería víctima de una celada, afirmo yo, en la que coincidieron casi todos los actores que pudieron para hacer valer sus propios intereses, defenestrar a Pérez de la Presidencia y, quizá sin quererlo algunos, darle el puntillazo final a la democracia.
El 11 de marzo de 1993 comenzó "la rebelión de los náufragos políticos de las últimas cinco décadas", como diría el mismo Pérez tras conocer el fallo de la Corte Suprema de Justicia, alegando también, respecto a sus enemigos que «no me perdonan que haya sido dos veces presidente por aclamación popular. No me perdonan que sea parte consubstancial de la historia venezolana de este medio siglo. No me perdonan que haya enfrentado todos los avatares para salir victorioso de ellos (…) Tendrán que asumir su responsabilidad quienes han conducido al país a esta encrucijada dramática de su historia (...) Quiera Dios que quienes han creado este conflicto absurdo no tengan motivos para arrepentirse». El 31 de agosto Pérez era finalmente destituido de la Presidencia de la República en un proceso casi inédito que sólo tenía de precedente en la región: el impeachment a Collor de Melo en Brasil.
La destitución era avalada por todos, incluso por su propio partido. En mayo de 1994 Carlos Andrés era detenido y el Comité Ejecutivo Nacional de Acción Democrática lo expulsaba de sus filas.
Desde entonces y por mucho tiempo creo que continuará la polémica sobre su persona. Entre otras razones porque se cumplió su sentencia y aquellos náufragos que arrastraron consigo la República democrática han tenido desde hace tiempo motivos para arrepentirse.
Movida Venezuela por un profundo afán de competencia y modernización, de ciencia y creatividad, sus figuras cimeras de la IV República, de la democracia, lograron cancelar el retraso respecto al resto del mundo que nuestro país había venido sufriendo desde el siglo XIX. De ese afán democrático Carlos Andrés es una figura y un acervo que debemos aprovechar para comprender la realidad venezolana, algo tan indispensable en este momento.
Habrá que resaltar en la historia que sigue escribiéndose sobre el rubiense Pérez, su culto a la lealtad respecto a la democracia a la que él llegó tras la serena reflexión del liderazgo que supo cosechar al lado de Betancourt y del liderazgo en brazos del pueblo hecho poder, son un capítulo indispensable de nuestra historia comunitaria. La decisión de la Corte Suprema de Justicia la acató casi con humildad, y por supuesto, con desprecio a cualquier tentación de desconocer el estado de derecho que había defendido casi que hasta con su vida el 4 de febrero y el 27 de noviembre.
Me atrevo a decir que ese buen ejemplo, ese no haber dado escándalo, a pesar de los errores cometidos, esa esclavitud a la verdad, por fuerza tienen que haberle deparado el premio al que siempre aspiró para el momento de su tránsito: la reivindicación.
En su penetrante libro, La Rebelión de los Náufragos, Mirtha Rivero y a modo de conclusión uso estas palabras, sobre lo que debía ser y no fue:
«Venezuela estaba llamada para hacer cosas grandes, para marcar derroteros, para cambiar paradigmas de crecimiento. Sería un modelo. Ése y no otro era el sentimiento que cargaba el aire que se respiraba en esa época».
21 de diciembre de 2015 ROBERT GILLES REDONDO
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